miércoles, 4 de marzo de 2009

El pecado

Desde muy pequeñita me gusta el pecado. Sientos perversas inclinaciones hacia el mal, pero a la hora de la verdad soy tan mojigata que no me atrevo a llevarlo a cabo.

Bueno, una vez, a los 8 años, robé unas gominolas de la tienda de mi madre. Fue algo insignificante, pero me pillaron y fue tanta la vergüenza que decidí desistir. No valía la pena hacer tales tonterías para después llevarse un manotón en la mano. Y no uno cualquiera, sino uno de esos que pican. Aunque lo que más me picó fue el orgullo. Todavía recuerdo la rabia que me embargó cuando tuve que levantarme la manga del jersey y enseñar lo que llevaba escondido. Descubierta en mi primera falta.

A los 15 robé una tableta de chocolate del súper. No me pillaron y me la comí sintiéndome enormemente orgullosa por mi delito. Eso sí, después me sentó mal. No puedes pretender comerte una tableta de chocolate robada enterita, y que no pase nada. Ese día no me picó el orgullo, sino más abajo. Las consecuencias del chocolate.

A los 17 robé un diario. Era horrible, pero quería ver si seguía siendo capaz. Lo fui. Pero después tuve que regalarlo para que mi madre no me pillara. En realidad lo cambié por un cuaderno, que era algo fácil de conseguir con la paga que me daban. Coló. Y me sentí bien. Usé el cuaderno para escupir mis imbecilidades de por aquel entonces.

Lo último que robé fue un juguete de bebé. Uno de esos que suenan si los aprietas. Fue en la misma tienda en la que robé el diario. Era como un todo a 100, pero ese concepto todavía no existía. Fue la última vez que robé. Y no fue por mí, sino por el sobrino de una amiga que no dejaba de llorar. Le di el juguete cuando salimos de la tienda y estuvo toda la tarde calladito. Paz para mis oídos.

El caso es que ahora, después de mis inútiles incursiones en el mundo del robo, no tanto por infructuosas, como por baldías, me niego rotundamete a coger algo que no sea mío. Prefiero pedir prestado. O comprar.

Eso sí, si alguna vez vuelvo a un colegio de monjas, prometo firmemente esconderme en la despensa y comer hasta reventar. O llevarme lo que pueda.
Para recordar viejos tiempos. Porque, aunque no lo haya dicho, quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Y yo, bien lo sabe Dios, estoy más que perdonada.

Lo dicho. Que a pesar de mis perversas inclinaciones estoy condenada a una vida de bien eterno. Cagüenla!!

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